Zenón; El Ayudante del Sastre
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En su exquisita novela «Ensayo sobre la lucidez», publicada en 2004, el escritor portugués José Saramago nos regala una de sus tantas frases geniales: “A las verdades hay que repetirlas muchas veces para que no caigan, pobres de ellas, en el olvido”.

Con su pluma mordaz, el ganador del Nobel de Literatura en 1998 teje con hilo de sátira una historia ficticia que bien podría ocurrir en nuestras democracias tambaleantes.

La novela plantea el siguiente escenario: en un pueblo sin nombre, el voto en blanco triunfa en las elecciones municipales y todo el arco político lanza una catarata de especulaciones respecto a los motivos que pudieron haber empujado a la voluntad popular a esa decisión. Como consecuencia, el gobierno de turno, temeroso de una revolución sin precedentes, pone en marcha la más pesada maquinaria de extremismo con el fin de detener, eliminar y, de ser necesario, inventar a los culpables.

Lejos de intentar trazar un paralelismo entre la bomba electoral imaginada por Saramago y el batacazo libertario en Argentina, vale recoger las sensaciones más dominantes que éste desparramó hacia los cuatro puntos cardinales en el ejército de opinólogos, especialistas, politólogos y analistas todo terreno que invaden nuestras tierras. Las opiniones, o la gran mayoría de ellas, cargan en su ADN un insólito parentesco con las desesperadas conjeturas noveladas por el escritor lusitano.

Pero el grito más fuerte, sin dudas, abraza en nuestro país la idea de la desesperanza generalizada, del rechazo visceral de la población hacia el político corriente, el que se corta con molde, viste elegante, lanza promesas como si se tratase de papeles al viento y las incumple con rigurosidad científica.

Cierto es que cada quien delibera en su interior –muy al fondo de su consciencia y amparado en su propia experiencia vital– los motivos por los cuales decide recoger una boleta específica del pupitre escolar para luego introducirla en un sobre anónimo. Esas experiencias son únicas e intransferibles. Pero también es verdad –todas las cartas deben ponerse sobre la mesa– que las percepciones personales son susceptibles y volátiles, y que pueden llegar a ser tan influenciables como permeables. En ese terreno, el del adoctrinamiento y la bajada de línea, los mass media son hábiles jugadores. Y ciertos periodistas son los payasos mejor remunerados de ese circo sin fin.

En ese caldo de cultivo se macera el humor social y se define el futuro de un país –cualquier país–. Y en el nuestro, celeste y blanco, contradictorio e impulsivo, apasionante y agotador, la brújula viene cambiando de norte cada cuatro años, enterrando bajo seis pies de olvido el pasado reciente, las conquistas históricas, los derechos ganados y las deudas pagadas.  

El votante contemporáneo parece olvidar rápido, pero no perdona y tampoco se involucra en la causa. En esta gran vecindad que se extiende desde Ushuaia a La Quiaca, el amor y la bondad debieran recuperar la vereda y contagiar al prójimo para construir desde la participación social y el empuje colectivo. Y es que cada decisión impacta de lleno en un resultado electoral que se cimenta desde esas pequeñas voluntades individuales. Si la empatía y el encanto por un proyecto nacional prosperan y se traducen en votos, como viene ocurriendo en el pago local, entonces el rumbo puede ser otro, más afín con el auge y el bienestar. Dos condimentos por los que toda sociedad debiera luchar hasta el cansancio.

Y rescatemos la verdad, claro. Ese concepto ideal que, según Saramago, debemos repetir tantas veces como sea necesario para mantenerlo a salvo del olvido. Ayer, hoy y siempre.


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